lunes, 27 de julio de 2009

Intento decir

Intento decir, que mucho antes que nuestros nombres se formaran –cuando ese conjunto de letras que hoy somos, no eran sino una masa de células que se multiplicaba- ya la voz tenía alas, palabra la palabra. Ya entonces, un hombre y una mujer entrelazados, habían bañado de besos nuestra sangre. Ya entonces, las manos de los hombres cuerdos se buscaban, se encontraban. Primero en la caza del mamut, en la tarea de afilar la lanza, mantener el fuego y la especie y la esperanza; pero hace tanto de esto que hoy nadie o casi nadie lo recuerda. Después, la luz que se convierte en grano, el agua que germina en siembra y otra vez, las manos del hombre transfigurando en alimento lo que tocan; en vestido, en aposento.

Pero engañarnos no podemos, hasta aquí sólo una cara de las cosas, la otra, es la del rostro desfigurado por la uña-navaja, por la mano-metralla del mismo hombre. Creador también de la energía que no da vida, mata. Creador de tanta estridencia que no nos permite escuchar las palabras ni los gritos.

Intento decir que hoy el pensamiento tiene frío, que las manos y las bocas –para encontrarse- tienen que recorrer grandes distancias, atravesar desiertos y escalar montañas. ¡Echemos mano de todo lo que hemos inventado! ¿De qué nos han servido la rueda y la puerta, el puente y la ventana, la televisión y la radio, los satélites y los aerotransportes, los teléfonos celulares y la Internet? ¿De qué nos han servido, si la comunicación es un desastre; si las manos no se buscan, se esconden, se pellizcan, se arañan?

Intento decir, que antes de nosotros hubo quienes dieron la vida por conseguir lo que hoy –así simplonamente disfrutamos y tenemos. Los que abrieron las brechas y trazaron los caminos, los que esculpieron, a partir de indescifrables sonidos guturales, las palabras; y los que se las robaron al viento para poder –en la piedra, la mente y el papiro- dibujarlas. Los que fueron poniéndole nombre a todos los objetos y a los sueños. Los que lograron encontrar la vacuna que matara al diminuto animal que nos mataba, salvándonos así de tanta muerte.

Intento decir, que nos debemos al trabajo y al esfuerzo de los que nos antecedieron. ¡Que parece que no hemos comprendido el enorme compromiso de estar vivos!, y que somos –por qué no decirlos- los actuales administradores de una riqueza universal que la naturaleza y la humanidad han puesto en nuestras manos; en estas manos, mirémonoslas por un momento, tan pequeñas y ciegas y vacías.

No sé. Intento decir que nosotros, la generación del fin de siglo, del terremoto del 85. La generación de la crisis y del reconocimiento de la sociedad civil como ejército de las movilizaciones y del cambio, tenemos un gran compromiso con la vida. Ante nosotros se abrirán las puertas de un nuevo siglo, ese siglo XXI, tan cargado de amenazas y promesas. Y todos los sabemos: “El actual estado de las cosas se nos desmorona, se resquebraja”.

Urge un cambio, y en nosotros está (en nuestra preparación y conciencia de individuos, en nuestra capacidad para integrarnos en comunidad) que éste se dé, y que sea congruente con la vida y propicio para esos nombres diminutos, que para entonces, habremos bañado con todos nuestros besos.

Texto publicado bajo el título de "El enorme compromiso de estar vivos" en el periódico El Despertar de México. Quincena del 1 al 14 de noviembre de 1990. Año III No. 107:4